SISIYAYAS
Patricia
Araya
—
¡Qué pereza, mami! ¿Está segura de que tenemos que ir?, — fue
la exclamación que dirigió Pablo a su madre, mientras Karen, su
hermana pequeña, lo tomaba de la mano.
—
Sí, estoy segura; ya te lo dije: tu tía los va a cuidar mientras yo
tengo que ir a trabajar. Ya sé que mañana es sábado pero serán
sólo unas horas. Además, ¿de qué te quejás? Ella no es mala
gente, ¿cuál es el problema?, — lo interrogó su mamá.
Pablo
se limitó a hacer una mueca muy leve y no respondió.
—
A ver, decime...¿cuál es el problema? ¿Por qué te molesta tanto
ir a su casa? Ven películas que sólo ella consigue, comen golosinas
que yo no les daría y hasta los deja jugar con los juguetes que ha
ido coleccionando a lo largo de los años... y bien sabés que no son
los típicos ositos de peluche, muñecas de trapo o barbies
que todo mundo tiene. Bueno, eso sí, también tiene desde muñecas
hasta transformers,
pasando por los traídos desde Japón, esos personajes de las series
que tanto te gustan y de los que tanto pasás hablando.
Lo
que la madre del reticente niño no sabía era que detrás de la
fachada de una típica tía “buena nota” que la querida hermana
de su esposo, o sea su cuñada, le presentaba a los adultos, había
oculta una mujer bastante siniestra que siempre lograba asustar a sus
sobrinos cuando ellos la visitaban. Lo lograba de todas las maneras
posibles, por lo que ellos se referían a ella como la “Tía
Asustona”.
Precisamente,
los niños estaban pensando en eso mientras su mamá los trataba de
convencer. Al final, Pablo, resignado, habló por los dos niños y
dijo
—
Bueno está bien; vamos. ¿Pero puedo invitar a Manuel? Es mi mejor
amigo y como le he contado tanto de mi Tía Asust... — se
interrumpió al darse cuenta que su boca lo había traicionado.
—
¿Asust... qué?, le pregunto su madre, intrigada.
—
Azucena — corrigió Pablo con destreza, — A Manuel le gustaría
mucho conocer a mi tía Azucena. ¿Puede venir? Claro, si no hay
problema...
Su
madre meditó por un segundo.
—
A los padres de Manuel no les importaría que la vaya a conocer, creo
— resolvió.
Lo
que el pobre niño pensaba en realidad era “si llevo a un amigo, a
mi tía no se le va a ocurrir contarnos ningún cuento de terror”.
Era una bendición que su mamá no pudiera leer mentes.
Media
hora después, Pablo vio a su madre asomar la cabeza a su cuarto.
Con una sonrisa, ella anunció:
—
Ya hablé con tu tía y está encantada de que vayan. Está todo
listo; mandale un mensaje a Manuel y dile que pasamos por él a eso
de las siete y media de la mañana. Sus papás también dijeron que
estaba bien.
Según
Pablo, Manuel era su amigo “valiente”. Pero en realidad Manuel
no era más que un niño muy malcriado; no le importaba faltarle el
respeto a cualquier otro niño, o incluso a los adultos. A decir
verdad, Pablo estaba tan cegado con él como su madre lo estaba con
la Tía Azucena.
A
las ocho de la mañana ya estaban todos en casa de la Tía Asustona.
Viviana, la mamá de Pablo, agradeció sinceramente a la hermana de
su esposo el favor de cuidarlos; se despidió y se marchó
prometiendo no retrasarse. Su cuñada la acompañó hasta el portón
externo.
Cuando
la Tía Azucena ingresó de nuevo a la casa, Manuel se mostró un
poco hosco y sólo dijo:
— ¡Tengo
mucha hambre! ¿Por lo menos tiene pan para que que coma?
Pablo
y Karen se miraron asustados, nadie le hablaba así su tía. Pero,
por otro lado, Pablo se dijo “¡Bien, así no nos va a asustar para
nada!”. La tía ya les había preparado un rico desayuno con un
montón de cosas deliciosas y hasta con algunos pastelitos.
Después
de la comilona, los dos pequeños sobrinos agradecieron a su tía y
se levantaron para recoger y lavar los platos. Era la costumbre; ya
fuera que ellos estuvieran en su casa o que ella fuera de visita a la
de ellos, tía Azucena los había acostumbrado a dicha labor. No
obstante, Manuel se limitó a lanzar un eructo e ir a buscar el
control remoto del televisor.
—
Perdoná Manuel, — dijo la Tía Asustona —, pero en esta casa
cada quien lava lo que ensucia y ayuda a los demás a tener todo
limpio y ordenado.
—
Ya... ¿Y a mí qué? — replicó el niño con una voz petulante, —
Yo no vivo aquí así que....
Pablo
fue corriendo donde su amigo y le dijo:
—
Recordá en qué quedamos: ¡tenés que ayudarnos!
Manuel
entornó los ojos y con voz impaciente espetó:
—
Sí, sí ya. Ya voy, ya voy...
—
No deberías hablar así pequeño — lo confrontó la mujer con voz
serena, pero firme, y mirándolo directamente a los ojos. Él apartó
la vista, mortificado, y se dirigió a la fregadero.
Cuando
todos salieron de la cocina, notaron que el comedor ya estaba
dispuesto para una mañana de juegos de mesa.
— Vas
a ver qué divertidos son — le adelantó la pequeña Karen a
Manuel, tomándolo de la mano para acercarlo a una silla.
El
niño malcriado se sacudió a la niña con violencia.
—
¡Soltame, pulga! ¿Quién te dio permiso para agarrarme la mano? ¿Te
gusto, o qué? — la regañó con desprecio.
—
Manuel — dijo la tía con voz severa, — esa no es una buena forma
de tratar a una niña pequeña. De hecho, no es una buena forma de
tratar a nadie. ¿Me entendiste? —los ojos de la mujer no
mostraban cólera, pero sí infundían un respeto profundo.
—
Si, si ya, ya sé, no me regañe. — replicó el niño, — Ya, sé
que no estoy en mi casa; me voy a portar bien — agregó, con poca
sinceridad.
Después
de jugar, todos prepararon el almuerzo sin protestas de parte de
ningún niño, aunque durante todo el proceso se escuchó varias
veces a Manuel decir “sí, sí ya; ya voy a recoger eso”; o “sí,
sí ya; ya voy a lavar aquello”, siempre en un tono altanero y
cansino. La tía apretaba los labios y miraba a su alrededor, luego
miraba al niño con preocupación.
A
eso de las dos de la tarde, la tía sugirió que vieran una película.
—
Pablo, ¡sí que sos mentiroso!, — lo increpó Manuel de pronto. —
¡Llevamos aquí un tanate de horas y yo no veo que ella sea la “Tía
Asustona” de la que con tanto miedo hablás en la escuela!
Los
dos sobrinos de la mujer palidecieron al instante.
—
¿Así que soy la Tía Asustona?, — dijo la tía Azucena,
poniéndose de pie y mirando a los dos sobrinos. Su mirada era tan
misteriosa que esta vez Manuel retrocedió un paso y hasta deseó
estar en su propia casa.
—¿Querés
oír una de mis historias? — lo interrogó ella, — Porque lo que
yo cuento son historias, no leyendas urbanas ni cuentos de mentiras.
¿Te contó mi sobrino quién soy en realidad? ¿Qué soy en verdad?
El
niño se estremeció; no sabía qué responder.
—
Nno, nno me dijo; si, si ya... — balbuceó, sin coherencia
—
¡Silencio!, — ordenó ella—. ¡No quiero que volvás a decir
eso mi casa!
La
voz de la tía nunca se levantó de tono, pero desbordaba autoridad.
—
Bien, les contaré una historia; hoy no habrá película. Vení
Manuel, sentate aquí a la par de mí — dijo la mujer, con un tono
que haría obedecer a una piedra. El invitado buscó a su amigo con
su vista, pero éste ya estaba sentado en otro lugar con su hermana,
tomándole la mano. ¡Cuánto deseó esta vez tener las pequeñas
manos de Karen entre las suyas! Se sentó resignado donde la Tía le
indicó y la miró en silencio; no podía dejar de mirarla.
La
mujer empezó a hablar con un tono grave.
Casi
parecía una persona diferente.
—
En primer lugar, te voy a decir algo: mi madre era indígena; su
abuelo era el zukia de la tribu. Mi hermano y yo tenemos sangre
indígena más pura que muchos otros. Justo antes de morir, mi
abuela me dijo que yo era especial. Me dijo que Sibú se veía en
mis ojos y se escuchaba en mis oídos. ¿Qué quiso decir? Quiso
decir que puedo ver y escuchar lo que hacen las tribus del más allá.
¿Entendés? Pero no demos rodeos; escuchá la historia que te voy a
contar:
"En
un lugar cerca de aquí, donde hay un enorme árbol con ramas que más
parecen miles de brazos, vivió un hombre. Estaba casado con una
buena mujer, quien le dio cinco hijos. Él logro buenos negocios;
tenía tres casas que alquilaba y le producían bastante dinero.
Pero este hombre era malo, muy malo. No era malo con todo el
mundo... solamente con su familia. Todos los días llegaba borracho;
le pegaba a su esposa y también a sus hijos sin importar si los
pequeños se habían portado bien o mal. Los agarraba a fajazos
hasta que se cansaba y se iba a dormir la borrachera".
"No
creás que a la mañana siguiente les pedía perdón por la crueldad;
no. Los miraba con esos ojos suyos, llenos de odio, y al salir les
decía: 'No sé a qué hora regreso, ¡pero ya saben la que les
espera!'. A pesar de tener mucho dinero, nunca les compró nada.
Apenas les daba el arroz y los frijoles; no le daba plata a su esposa
para comprar verduras o huevos en el mercad, y la carne ni siquiera
sabían qué sabor tenía. ¡Con decirte que si comían otra cosa
además de arroz y frijoles,
era gracias al comedor de la escuela! ¡Sí, estoy segura que a vos
no te gusta lo que te dan allí, niño ingrato! ¡No sabés la
suerte que tenés!"
"La
pobre madre salía a trabajar como lavandera para así comprar aunque
fuera papas y plátanos, y las cosas más básicas que los niños
necesitaban.
Ese
malvado padre tenía más compasión por los perros de la calle que
por sus propios hijos. Para demostrar que tenía mucha plata, se
compró anillos, pulseras y cadenas de oro, pero de oro grueso y
pesado... y para terminar, se fue donde un dentista y le dijo que le
forrara los dientes en oro puro. Así que su sonrisa pasó de blanca
a dorada, ¡y vieras cómo brillaba en la oscuridad!"
"Como
no confiaba en los bancos, porque decía que ahí se robaban la plata
de la gente tonta que le daba el dinero a un montón de maleantes con
corbata, guardaba toda su fortuna en una caja fuerte, pero nadie
sabía dónde estaba escondida. Y como es lógico, nunca le daba de
ese dinero a su familia. Sus amigos le decían que fuera mejor con su
familia, pero él sólo decía 'Sí, sí, ya. Ya voy a cambiar';
aunque nunca lo hacía".
"Una
madrugada, él venía bien borracho para su casa y con el pisuicas
metido. En el camino, agarró un palo grueso y fuerte y dijo: 'voy a
pegarle a esos chiquillos—sus propios hijos—hasta que el palo se
me quiebre'. Pero dio la mala suerte para él que con lo borracho
que venía y la oscuridad de la noche, no pudo ver un gran hueco y se
cayó adentro; se desnucó y ahí mismo se murió".
"Al
día siguiente, lo encontró su esposa. Lo sacaron y la pobre tuvo
que vender todas las cadenas y demás para pagar el ataúd, el
funeral y el cementerio. Al final no les quedó nada. Unas noches
después, la familia empezó a oír unos ruidos extraños. Los
ruidos eran cada vez más frecuentes, pero como todos tenían miedo,
rezaban y se tapaban con las cobijas para poder dormir".
"Una
noche, de pronto, todos despertaron a la vez y vieron con horror
algo brillante flotando en el aire, en el centro de la habitación:
¡los dientes de oro! ¡Eran los dientes de oro del muerto! Pero no
estaban 'riendo'; no, más bien parecía que salían quejidos de
ellos: '¡Ay, ay! ¡Cómo me duele! ¡Que alguien me ayude! ¡Por
favor! Ya déjenme en paz!', rogaba una voz horrible que salía de la
dentadura. 'Alguien, quien sea, ¡por favor! ¿puede ayudarme?',
pero nadie podía hacer nada; ¡a todo el mundo le daba terror!"
"Así
pasaron muchas noches, hasta que en una de ellas, la hija más
pequeña fue al baño y, al abrir la puerta, vio ahí en el sevicio
al fantasma de su padre sentado y llorando; sus dientes, siempre de
oro, brillaban y parecían atormentarlo".
“'En
vida fui muy malo con ustedes, y ahora veo y siento todo lo que les
hice sufrir. ¡Y duele tanto! Lo único que puedo hacer ahora para
apaciguar un poco mi sufrimiento es tratar de que vivan una vida
mejor, así que te voy a decir dónde escondí la caja fuerte. No
puedo estar tranquilo sabiendo que eso esta ahí, y todo lo que hay
en ella es para vos, tu mamá y tus hermanos...¡Por favor
perdónenme!', le dijo el espectro".
"Así
fue como encontraron la fortuna. En la caja había un testamento
donde todo se lo dejaba a la esposa; estaban las escrituras no de
tres sino de seis casas (una para cada hijo), dinero, mucho dinero y
joyas. Vendieron las joyas, ya que ninguno quería tenerlas, y con
el dinero guardado más lo que les dieron por las joyas pudieron
vivir tranquilos hasta que los hijos e hijas se hicieron grandes y
tuvieron su propia vida. Finalmente, una noche se les volvieron a
aparecer los dientes de oro y de ellos salió una voz que les decía:
'Gracias por perdonarme; ahora debo pagar el resto de mi sentencia y
purgar mi pena; debo cumplir mi castigo. Pórtense bien y sean
buenos con todos... así quiera Dios no tengan que volver a verme
nunca más. Tengan cuidado de nunca llamarme; ¡nunca invoquen a los
Pajes de las Sombras!' Desde entonces, los Pajes de las Sombras se
llevaron el alma de ese hombre y su familia no volvió a ver la
aparición jamás".
La
historia había terminado; todo estaba en silencio. Los tres niños
se miraron asustados. Manuel, al notar su momento de debilidad,
fingió valentía y protestó:
— ¡Pero
esa historia no da miedo! ¡Tuvo un final feliz!
Entonces,
la Tía Asustona miró a los niños seriamente y les preguntó:
—
¿Y cómo creen que el muerto tiene que pagar la sentencia o purgar
la pena? Querido Manuel, como te dije, yo a veces puedo ver las
almas de los que se han ido, de los que ya no están aquí... pero
también veo las almas de los que están en peligro de irse antes de
tiempo... y vos, mi pequeño, estás en ese grupo.
La
cara de Manuel se puso blanca como el papel. Su arrogancia
desapareció junto con su aparente valor.
La
mujer prosiguió con una voz que no manifestaba ni un asomo de broma.
—
Manuel, vos pasás llamando a los Pajes de las Sombras; en las pocas
horas que llevás en mi casa los has llamado por lo menos unas diez
veces.
El
niño habló con voz trémula, a punto de estallar en llanto:
—
¿Pero cuándo? ¿Cuándo he llamado a los Pajes de las Sombras?
—
Manuel, — explicó la mujer, — a los Pajes de las Sombras también
les dicen “las Sisiyayas”. Cada vez que con enojo y malacrianza
decís “sí, sí, ya; ya" tal cosa o tal otra, los estás
llamando... y te lo aseguro, ya te escucharon y vienen por vos. Te
veo en peligro; el que seas un niño “pequeño” no te da el
derecho de ser grosero ni irrespetuoso con los demás, y menos con
tus padres. Si seguís por ese camino, primero vas a empezar a oír
ruidos en el techo de tu casa, como de animales pequeños que caminan
por él. Luego vas a escuchar rasguños de uñas diminutas en las
paredes; más adelante, empezarán a aparecer luces pequeñas
flotando a tu alrededor en la oscuridad. ¡No te dejés engañar!
¡Nunca, nunca dejés que te toquen! Esas son las Sisiyayas: una
vez que te tocan, te llevarán al otro mundo en cuerpo y alma y te
harán su sirviente.
El
resto del día, Manuel fue un niño ejemplar. Por desgracia, para
cuando el niño abrió sus ojos la mañana del domingo, había vuelto
a ser el mismo de siempre.
Sus
papás y su hermano salieron de paseo, pero él, por pereza, no quiso
acompañarlos. A la familia no le quedó más remedio que dejarlo
solo en su casa. Manuel trató de dormir, pero el ruido de gatos que
caminaban por el techo le impidió conciliar el sueño.
Cuando
sus padres y hermano regresaron, el niño estaba de pésimo humor
porque se había aburrido terriblemente. Tiró al suelo la comida
que le habían traído y, gracias a su rabieta, lo enviaron a su
habitación en el segundo piso de la casa hasta la hora de la cena.
Como protesta, el niño encendió su equipo de sonido y se puso a oír
música a todo volumen, lo cual le impidió escuchar arañazos leves,
pero constantes, dentro de las paredes.
A
la hora de la cena, Manuel lloraba de rabia en la oscuridad. Cuando
su mamá lo llamó, solamente le gritó
— ¡Sí,
sí, ya! ¡Ya voy a...!
Fue
en ese momento cuando pudo ver el brillo de muchas luces diminutas.
Las luces aparecían y desaparecían, acercándose a él lentamente.
Envalentonado
por la cólera, el niño trató de apartar la luz más próxima a sí
de un manotazo...
Esperaba
ver la minúscula luz rebotar con violencia contra la pared, pero más
bien sintió un dolor intenso cuando la piel de su antebrazo tocó el
tenue resplandor.
Aunque
trató de sacudirse la luz adherida a su piel con la otra mano, no lo
logró. Creyó que iba a sentir algo suave al tocar la fuente de ese
brillo... después de todo, las luces se veían como motas de algodón
brillantes. Pero cuando el niño acercó su brazo a sus ojos para
ver mejor, palideció.
Trató
de gritar, pero su garganta seca y la sangre helada en su cuerpo se
lo impidieron. El niño podía observar cientos de dentaduras,
brillantes y minúsculas, flotando en el aire cada vez más cerca de
él.
Estaba
paralizado.
Sintió
otro piquete en su cuerpo... y otro... y otro más. Al abrirse, las
dentaduras dejaban escapar silbidos que bien parecían escucharse
como “sí, sí”. Cuando se cerraban, producían chasquidos que
sonaban como “ya, ya”.
Una
lágrima de arrepentimiento corrió por la mejilla del niño, pero ya
era demasiado tarde.
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